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in Estudios internacionales (Santiago)
El fallo de la Corte Internacional de Justicia y la política exterior chilena posterior a la Guerra del Pacífico
El fallo de la Corte Internacional de Justicia del pasado 1° de octubre constituyó un sello más a un largo proceso de la política exterior chilena post Guerra del Pacífico. Se sumó al fallo de enero de 2014 sobre el límite marítimo con Perú, el cual, aunque dejó una sensación ambivalente y sentó un precedente dudoso, en el sentido de permitirse interpretar las intenciones de un tratado, constituyó una sanción más acerca de la legitimidad y legalidad de las fronteras de Chile. Al final, fue un colofón a lo acordado mediante el Tratado de 1929. Dada la contemporaneidad de ambos casos y la raíz histórica común de las controversias resueltas por la CIJ, ambos fallos forman parte del mismo proceso histórico e institucional de formación, consolidación y persistencia de la territorialidad de los países sudamericanos. Como lo atestiguan estos y otros casos de controversias limítrofes en la región, este proceso de consolidación territorial continúa su desarrollo incluso hoy, más de 200 años después de la independencia de las repúblicas hispanoamericanas. Por una parte, esto se explica porque buena parte de las sociedades boliviana y peruana aún alberga reservas emocionales y culturales sobre sus fronteras. Por otra parte, dada la importancia esencial que tienen la constitución territorial y las fronteras en la existencia misma de los estados, particularmente en su versión moderna, es casi inevitable que las cuestiones sobre el territorio, contenciosas o no, sean parte fundamental de la experiencia política estatal. En este sentido, la reciente demanda boliviana sobre una supuesta obligación de negociar, la demanda peruana sobre el límite marítimo y la demanda chilena sobre el río Silala, responden a una dinámica histórica inherente a la existencia institucional de los Estados y el delineamiento de sus fronteras, independientemente de las circunstancias particulares que hayan conducido a su fijación actual.
La historia que no se clausura
Una parte del país ha mirado la historia posterior a 1883, año del fin de la Guerra del Pacífico y la suscripción del Tratado de Ancón, como de continuo asedio vecinal, ante el cual Chile habría ido cediendo paulatinamente. Esta visión es incorrecta. Un problema clave de la política vecinal de Chile hasta el primer tercio del siglo XX fue la necesidad de cerrar definitivamente todo este ciclo con instrumentos jurídicos compatibles con la evolución del derecho internacional. El origen y la definición política de la Guerra del Pacífico estuvieron ligados a una legitimidad internacional existente por siglos, que adquirió una impronta particular a raíz de los conflictos interestatales e internacionales de los siglos XVIII y XIX, particularmente entre potencias europeas. No puede reiterarse y enfatizarse suficiente la importancia que tuvo para la cultura internacional de las últimas décadas del siglo XIX la guerra franco-prusiana y sus resultados políticos. Retrospectivamente, puede afirmarse que en ellos chocaron los principios tradicionales de sellar la paz -casi siempre con transferencia territorial- con el nuevo principio de la autodeterminación nacional. No solo a la luz de todo esto, pero ocupando un puesto importante en el imaginario de la región, la idea de que Chile era un país expansionista caló hondo en las miradas políticas del cono sur. Se podrá decir que esto es injusto, dado que la Guerra del Pacífico no fue la única en el ámbito sudamericano, y que Chile solidarizó con Perú ante España en 1865, una decisión costosa. Sin embargo, lo que quedó en la memoria internacional -en algún escondrijo hasta el día de hoy- es la Guerra del Pacífico, en lo que el reivindicacionismo de Bolivia ha jugado un papel destacado.
En fin, la tardanza en sancionar definitivamente a través de un tratado la realidad que resultó de la guerra, lo cual fue responsabilidad de todos los involucrados, ayudó a intensificar esta singularidad de la posición inter nacional de Chile en el cono sur y finalmente en América Latina. Ello, junto al cambio de legitimidad -aunque no en su práctica a nivel global- en las formas de compensación al establecerse la paz tras un conflicto, hizo imperioso de parte de Chile manejar el reconocimiento de su estructuración fronteriza como objetivo en un ambiente regional en donde flotaba un cierto aire de censura al país por el resultado de la guerra. Habrá sido injusta esta última apreciación, pero constituía y en menor pero aún perceptible medida -se ha visto en la simpatía espontánea por algunos aspectos de la demanda boliviana- sigue constituyendo un factor en la mirada continental. Este escenario empujó a la diplomacia chilena, incluso antes del cambio de legitimidad en torno a la Primera Guerra Mundial, a favorecer un sistema de tratados definitivos.
Tras la experiencia traumática y transformadora de paradigmas que fue la Primera Guerra Mundial, se produjo una intensificación algo artificial del relato anti-expansionista, como resultado del triunfo aliado y de la insta lación de la Sociedad de las Naciones como intento de representación institucional de un nuevo orden y una nueva cultura política internacional. Esto llevó a que Chile abrazara con intensidad la legalidad que había crecido ya por un tiempo a su sombra y que en América tenía y siguió teniendo algo de la impronta wilsoniana. Consecuentemente, Chile en la década de 1920 se volcó a solucionar el problema de la paz incompleta con Perú. Aventó un eventual aislamiento, aunque las negociaciones fueron arduas hasta que se logró la firma del Tratado de Lima de 1929, el que, como decíamos, fue confirmado (o rematado), por si fuese necesario, por el fallo de 2014. Se sumó al Tratado con Bolivia de 1904 y también a los Pactos de Mayo de 1902 suscritos con Argentina -extraordinaria y en muchos sentidos vanguardista obra de la diplomacia anterior a 1914-, los que a su vez se forjaron en la huella del tratado matriz de 1881.
Bolivia, una república nacida de los conflictos y tensiones de la emancipación hispanoamericana, había sido el Alto Perú o Audiencia de Charcas de la época colonial, una sociedad eminentemente andina, cuyo intercambio de bienes se realizaba, en gran medida, por el puerto de Arica. La Audiencia, en las apariencias -hay discusión al respecto-, tenía jurisdicción sobre lo que llegaría a ser la provincia chilena de Atacama. A su vez, en los tiempos coloniales siempre se había insistido en que la Capitanía General de Chile limitaba al norte con el virreinato del Perú en el “despoblado de Atacama”. Las primeras declaraciones oficiales de Bernardo O´Higgins como Director Supremo, en cuanto a límites y fronteras, también afirmaban que el límite norte era el desierto, en consonancia con la noción tradicional del concepto de fronteras.
Al crearse la República de Bolivia y siendo Arica tradicionalmente parte del Virreinato, se planteó el problema de darle un puerto a Bolivia para movilizar su comercio internacional. Se hizo aproximadamente en la zona donde la audiencia tenía atribuciones, pero escasamente presencia oficial y menos todavía población. Por lo mismo, Cobija (o La Mar) jamás llegó a convertirse en una instalación o siquiera en un poblado digno de la denominación de puerto. Lo que aquí interesa es que fue parte de la idea del siglo XIX boliviano acerca de la necesidad de un puerto como elemento significativo de la existencia práctica del país. Como referencia no se esfumó del todo en el lenguaje oficial de la política exterior boliviana hasta pasada la mitad del siglo XX, aunque su importancia relativa disminuyó marcadamente.
Es a esta noción de puerto que Chile creyó responder con la oferta que condujo al Tratado de 1904. En un instrumento bastante novedoso para la época, se despejó el tema con el compromiso solemne del “libre tránsito”, que hacía materialmente innecesaria toda aspiración boliviana a un puerto con soberanía. Los puertos chilenos, por medio de un tratado internacional, pasaban a convertirse en puertos bolivianos para los fines de importación y exportación de bienes. Sin embargo, la aspiración a una “salida al mar” -interpretada como puerto- revivió y continuó su curso, materializándose en la presentación de una demanda por parte del gobierno de La Paz ante la recién fundada Sociedad de las Naciones en 1920, como también en requerimientos formulados de manera directa ante las autoridades chilenas.
En las décadas siguientes se desarrolló un proceso de relativo largo plazo, pero bastante visible, de cambio de percepción. En parte inducido, en parte por reacción espontánea a partir de concepciones muy hondas en el espíritu, la aspiración de Bolivia por un puerto -por lo demás solo materialmente lograda en 1904- se trans formó en una aspiración por el mar, lo que implica puerto y costa. Aun sin ser un reivindicacionismo absoluto -que significaría recuperar todo lo perdido en la Guerra del Pacífico- esta nueva actitud boliviana ponía en cuestión la estructuración fronteriza de Chile, por lo inacabado del proceso de paz con Lima y la posibilidad, explorada por las conversaciones entre Chile y Bolivia previas al tratado fallido de 1895 y nuevamente en 1919-20, de obtener la salida al mar por al menos parte del territorio todavía en disputa.
Del encuentro entre una consolidada actitud boliviana respecto de la mediterraneidad y una situación nunca completamente armónica en las relaciones entre los países andinos surgió el impulso para las instancias de diálogo sobre el tema entre Chile y Bolivia en el transcurso del siglo XX. El caso boliviano ante la CIJ se basó fundamentalmente en una interpretación particular de estas conversaciones. De acuerdo al aparato de política exterior y el equipo jurídico bolivianos, la manifestación de una voluntad por parte de Chile en esas conversaciones constituía una obligación para negociar la concesión de un territorio a Bolivia con soberanía sobre la costa del Pacífico. Además de los argumentos jurídicos, el caso boliviano se basó en un relato histórico y político sobre las relaciones entre ambos países en el transcurso del siglo XX, que asignaba gran parte de la culpa por el fracaso de estas instancias de diálogo a una especie de inflexibilidad e incluso mala fe de parte de Chile. El discurso boliviano, asumido algo acríticamente por varios espectadores de la situación en el sistema internacional, establece una relación directa entre el supuesto expansionismo chileno del siglo XIX y la alegada intransigencia de nuestra diplomacia respecto de nuestros vecinos durante el siglo XX. Este discurso apela fundamentalmente a emociones y simpatías que rara vez se ponen del lado de una trayectoria diplomática institucional como la chilena, vista por muchos como instrumento de una política exterior ambiciosa e inicua. En la promoción de este relato, Bolivia, y particularmente el gobierno de Evo Morales, han tenido un éxito no menor en la opinión pública internacional. Sin embargo, más allá de los apoyos ideológicos obtenidos entre gobiernos latinoamericanos con identidades ideológicas afines, el caso boliviano, en su dimensión propiamente política y diplomática, adoleció siempre de una debilidad intrínseca, determinada por la parcialidad y cierta artificialidad en la interpretación de la historia de las relaciones entre Bolivia y Chile después de la suscripción del Tratado de 1904. Una somera revisión de las instancias de diálogo entre ambos países durante el siglo XX demuestra que, por razones de política interna boliviana, la voluntad de conversar, expresada por distintos go biernos chilenos, nunca encontró respuesta efectiva en La Paz. Bolivia no fue víctima de una actitud inflexible de parte de Chile, sino de la impericia y volubilidad de sus propios dirigentes políticos, lo que resultó en una diplomacia errática e inefectiva. Esto, naturalmente, se sumó a la dificultad inherente a cualquier acuerdo que no dividiera territorialmente a Chile y satisficiera la aspiración de La Paz de una continuidad territorial hacia la costa.
En 1919, Chile sondeó con Bolivia la posibilidad de otorgarle un corredor hacia el Pacífico al norte de Arica, a cambio de su apoyo en la resolución del asunto sobre el límite aún pendiente con Perú. El gobierno boliviano del Partido Liberal, al cual pertenecía Ismael Montes, Presidente del país vecino al momento de la suscripción del Tratado de 1904, rechazó la proposición chilena dada su convicción de que a Bolivia lo que en justicia le correspondía era la posesión soberana del puerto de Arica. Ningún antecedente en la historia de la conformación territorial de Chile, Bolivia y Perú, en tiempos republicanos y coloniales, justificaba esta actitud. Sin embargo, Arica desde tiempos coloniales había sido el principal puerto de embarque y descarga para el comercio interna cional del área en torno a La Paz. El proyecto de Confederación Perú-Boliviana de Andrés de Santa Cruz, en la década de 1830, guardó alguna relación con esta visión respecto de la apropiada territorialidad de Bolivia y el mismo Ismael Montes publicitó esta postura en el concierto internacional tras el fin de la Primera Guerra Mun dial. Para la política exterior chilena, sin embargo, este camino era inviable y muy probablemente hubiera sido muy mal recibido en Perú. Por lo mismo, las avenidas de negociación entre Chile y Bolivia se cerraron casi por completo. El impasse se vio agravado por el cambio extraconstitucional de gobierno en Bolivia en 1920. En 1922, el nuevo gobierno, ahora liderado por el Partido Republicano, más cercano a Perú, propuso a su par chileno la revisión del Tratado de 1904, con la intención de obtener una salida soberana al Pacífico a través de la provincia de Antofagasta. El gobierno chileno, asumiendo la doctrina de intangibilidad de los tratados que ya se había hecho parte fundamental de la formulación de la política exterior estatal y reconociendo la realidad territorial, ya a esas alturas consolidada en el norte del país, rechazó la propuesta boliviana. Una idea similar a la formulada por Chile en 1919 fue sugerida por el Secretario de Estado norteamericano Frank Kellog en 1926. No obstante, la actitud renuente de Perú impidió que ese camino se explorara en mayor profundidad y detalle. Finalmente, el Tratado de 1929 entre Chile y Perú puso fin a esta etapa de la relación e introdujo un nuevo elemento en el entramado jurídico que definía las fronteras entre los tres países en la zona al norte del desierto de Atacama.
En la década siguiente, la principal preocupación de la política exterior boliviana fue otro conflicto limítrofe, esta vez en su frontera suroriental con Paraguay. El diferendo resultó en un conflicto bélico de proporciones, luego del cual de nuevo Bolivia perdió territorio nominalmente bajo su soberanía. La cuestión de la medi terraneidad prácticamente desapareció del horizonte de la relación entre Chile y Bolivia y no reapareció hasta finales de la década de 1940, en gran medida gracias a los esfuerzos individuales del embajador boliviano en Santiago, Alberto Ostria Gutiérrez. En 1950, el embajador boliviano y el canciller chileno intercambiaron notas que registraban la intención de Santiago de entablar negociaciones con La Paz para otorgar a Bolivia un terri torio soberano en la costa del Pacífico. Estas negociaciones, sin embargo, nunca se materializaron, principalmente porque el gobierno boliviano prefirió congelar el tema tras la suscripción del documento, incluso ante la favorable opinión que sobre la iniciativa manifestó el Presidente de Estados Unidos, Harry Truman, y la afirmación del Ministro de Relaciones Exteriores chileno, Horacio Walker, de que un eventual acuerdo no implicaría un intercambio territorial, sino compensaciones de otro tipo por parte de Bolivia.
El Movimiento Nacionalista Revolucionario, en el poder desde 1952, no consideraba que la cuestión de la mediterraneidad fuera fundamental para el desarrollo boliviano. Como resultado de esto, su relación con el gobierno chileno de Carlos Ibáñez del Campo se enfocó principalmente en cuestiones de intercambio económico e incluso ambos países suscribieron un acuerdo comercial en 1955, el cual no contenía mención alguna a la mediterraneidad. El tema se abordó nuevamente en 1961, cuando el embajador chileno en La Paz, Manuel Trucco, reiteró la intención declarada en 1950, sin encontrar respuesta de parte del gobierno del Movimiento Nacionalista Revolucionario. El gobierno boliviano solo volvió a referirse al tema de la me diterraneidad en febrero de 1962, en el momento más álgido de la controversia por las aguas del río Lauca. Finalmente, el gobierno del MNR decidió retirar a su embajador en Santiago en abril de 1962, en respuesta a la decisión chilena de desviar parte del curso del río Lauca para uso agrícola. Durante el resto de la década de 1960 y hasta mediados de la década de 1970, Bolivia sostuvo que la reanudación de relaciones, independientemente de la causa inmediata de la ruptura, solo podría tener lugar si es que Chile se abría a tratar el tema de la mediterraneidad.
El contexto de tensión regional de la década de 1970, cuando la mayor parte de los países sudamericanos eran gobernados por regímenes militares, abrió el camino para un nuevo acercamiento entre Chile y Bolivia. En 1975, tras la reunión en Charaña entre los jefes de Estado Augusto Pinochet y Hugo Banzer, ambos países volvieron a intercambiar embajadores. Meses después, Chile propuso a Bolivia la cesión de un corredor hacia el Pacífico al norte de Arica, a cambio de un territorio de la misma superficie. En los dos años siguientes, los equipos diplomáticos de ambos países sostuvieron varias reuniones orientadas a afinar los detalles del canje. Esta es la única instancia de diálogo entre Chile y Bolivia tras la suscripción del Tratado de 1904 que puede considerarse como una negociación propiamente tal. No es mera coincidencia que esto haya sido posible solo en el marco de excepcionalidad institucional que entonces regía en Chile y Bolivia: ambos gobiernos militares y particularmente sus líderes, estaban convencidos de que el gobierno militar peruano tenía intenciones bélicas hacia Chile. El canje territorial, por ende, tendría un efecto transformador no solamente en la territorialidad boliviana, sino también en las fronteras de Chile y Perú, lo cual, de acuerdo a la visión de los militares chilenos, disminuiría marcadamente las probabilidades de una conflagración en la región. No obstante, el mismo ambiente institucional e ideológico que abrió el camino a esta posibilidad determinó que el mejor escenario no pudiera concretarse. Perú, que de acuerdo al Tratado de 1929 tiene derecho a pronunciarse sobre cualquier posibilidad de transferencia de soberanía en los territorios de Arica y Tarapacá, rechazó la proposición chilena y, a cambio, propuso la transformación de Arica en una ciudad con soberanía compartida entre los tres países. Pinochet rechazó esta propuesta, que tampoco agradó a Banzer. En 1977, tras una reunión con sus pares chileno y peruano en Washington, y temeroso de las consecuencias políticas internas de haber manifestado su aceptación al intercambio territorial propuesto por Pinochet, Banzer decidió replegarse y suspender el diálogo con Chile. En marzo de 1978, Bolivia volvió a retirar a su embajador en Santiago y desde entonces el vínculo diplomático entre ambos países se ha mantenido exclusivamente, y de manera algo ficticia, en el nivel de re laciones consulares.
El fallo despeja el horizonte vecinal y regional
El fallo de la CIJ reconoció que las instancias de diálogo entre Chile y Bolivia posteriores a la suscripción del Tratado de 1904 se enmarcaron dentro de la habitualidad de la práctica diplomática de los Estados modernos y, por lo tanto, no pueden entenderse como la contracción de una obligación. Haber aceptado el planteamiento boliviano hubiera significado, en la práctica, establecer un marco normativo para la conducción de las relaciones interestatales excesivamente inflexible. La riqueza de la diplomacia, especialmente en su dimensión de manejo y prevención de controversias, reside en el espacio de intercambio libre y creativo, delimitado por las conversaciones entre interlocutores soberanos dentro de un sistema internacional. La manifestación de intenciones y voluntades en estas instancias debe entenderse exclusivamente como una posibilidad de apertura y transformación, mas de ninguna manera puede considerarse como un compromiso y mucho menos como una obligación. Para sancionar realidades nuevas están los instrumentos formales de la política internacional, especialmente los tratados. En este sentido, es posible afirmar que la postura chilena en las controversias que se han visto y se siguen viendo en la CIJ, responde no solamente a una definición particular e inevitablemente parcial del interés nacional, sino también a una concepción de la diplomacia y la estructura de las relaciones en el marco de un sistema internacional de Estados soberanos que, algo paradójicamente, puede ser incluso más conducente al cambio y la evolución que una postura como la boliviana.
Los gobiernos de Chile y Bolivia han seguido conversando en las primeras décadas del siglo XXI, con una perspectiva que en el momento anterior a la presentación de la demanda boliviana en la CIJ lució bastante pro misoria. No obstante, luego de las experiencias del siglo XX, marcadas por la volubilidad de la postura boliviana y la relativa tenacidad de su aspiración marítima, los gobiernos chilenos han descartado cualquier posibilidad de cesión de territorio con soberanía, aunque siempre plantean la necesidad de normalizar las relaciones a nivel de embajadores y no se han cerrado a facilitar aún más a Bolivia el acceso a los puertos y el territorio chileno. Por supuesto, en estos últimos ámbitos es posible redoblar los esfuerzos y mejorar todavía más las condiciones de este flujo de personas y bienes hacia y en territorio chileno, para beneficio de ambos países. No es posible, sin embargo, entablar un diálogo constructivo y efectivo con Bolivia mientras el discurso de su gobierno responda a una lógica de victimización nacionalista, intransigente y poco realista. La culminación del caso en la CIJ ofrece una interesante oportunidad para restablecer un grado de buena fe en la relación mutua; solamente sobre esta base será posible una convivencia fructífera entre ambos países y un fu turo de prosperidad e integración real para la región. Afortunadamente, tanto la estrategia como el aparato de la política exterior chilena se han demostrado plenamente capacitados para perseguir este objetivo.
El fallo despeja el panorama vecinal y despoja a las relaciones regionales -en especial a América del Sur- de un elemento de hipoteca representado por la herencia de una guerra del siglo XIX y que se revive en estas de mandas. Los fallos de 2014 y de 2018 permiten renovar la imagen de Chile como país anclado en una realidad jurídica que se ha ido desarrollando sostenidamente y que debiera dar paso a una mayor cooperación política, complementando el crecimiento increíble, para ojos de otra época, de la interacción entre la sociedad civil, económica y social de los países del cono sur. Lo mismo debiera ocurrir en las relaciones estatales con Perú y Bolivia.
La historia que no se clausura
El fallo despeja el horizonte vecinal y regional